sábado, mayo 29, 2004

MUERTE - CAPITULO TRECE - PARTE 3

El teléfono volvió a sonar quince años después para decir brevemente que mi viejo estaba grave. Me dió las horas necesarias para armar el rompecabezas de su mentira ante la enfermedad. A mil y setenta kilómetros de distancia, y después de haber jurado que no iría jamás a otro velorio, ni siquiera al mío, deseé tener un pasaje en un charter para poder verlo por última vez.
Lloré mucho y todo de golpe. Después, mi sangre india, heredada de él, me lo hizo sobrellevar.
Hoy para mí, la muerte es algo natural. Lógico que duele cuando es prematura. Nadie debe querer que los negritos se mueran de hambre o de cólera, ni que haya guerra, o pongan una bomba, o choque un tren.

Pero la muerte en sí, es algo esperable; aceptable.
Recuerdo haber leído sobre la muerte del esposo de Margaret Mead. Si yo supiera que la mía va a ser de ese modo, lo aceptaría, pero jamás podría acabar tejida en sondas y sueros.

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